Oriana Fallaci. Sangre, sudor y ovarios

Acababas de llegar a Madrid para escribir un tronante reportaje de los tuyos y, atendida por la infinita, sabia y picarona paciencia de Manuel Leguineche, te sacamos a cenar con la compañía de Neliana Tersigni, una adorable colega tuya comunista, José Oneto, Juan Luis Cebrián y Julio Alonso, de la dirección de ‘El País’. Estaba sentado frente a ti y no sólo sucumbí a tu expresividad y tu energía, sino que, poseyendo un estómago de amianto, este comenzó a revolvérseme tras el consomé, y, ya pálido como el mantel, me construí una migraña tal que no tengo memoria de otra. Hablabas como escribes: con la boca, los ojos, las cejas, las manos, las rodillas, los pies, los ovarios, todo tu fragilísimo y electrizado cuerpo, y al día siguiente, en la redacción, me convertí en uno de los muchos e indelicados colegas que te huyen.


La situación resultaba harto cómica porque yo a la sazón deambulaba por el vientre del periódico profiriendo rugidos intermitentes, arrancando folios inacabados de las máquinas de escribir, dando masajes de espalda a los redactores, enfundado en un jersey de lana cruda, propio de un ballenero noruego, gastando poblada barba negra, tocado con una boina vasca y con un loro verde sobre mi hombro. La lógica de las cosas haría suponer que tú huyeras de mí, pero yo, aún con la jaqueca debajo de la boina, salía a buen paso con el loro desestabilizado y aleteando por una puerta en cuanto te veía a lo lejos entrar por la otra. Tras varios días de ópera bufa el encuentro entre los tres se hizo inevitable y ahora añoro con ternura aquella charleta, de la que no tendrás ni un remoto recuerdo, con un insignificante jefe de redacción español que cohabitaba laboralmente con un loro. Me dijiste que se te habían quedado cortos el periodismo y la literatura, que te disponías a hacer cine y que yo figuraría en tu primera película. Afirmando imperativamente y con mirada fellinesca, nunca he sabido si tomármelo como un elogio o como la mera captación de un estrafalario. Pero que Dios te lo pague, Oriana.


Aquel reportaje sobre los fusilados en la agonía del franquismo acabó como el rosario de la aurora. Generosamente hiciste una puesta en escena para reclamar la vida y la democracia, y aquí todavía casi te dan de palos y no se te perdonaron ausencias y desdenes. Una noche harta de todo, con ese genio y esa rabia que te envidiamos los que te huimos ¿te acuerdas, en la casa de Neliana?), reclamaste a las voces:


–¡Que venga el de la barba nera! ¡El de la barba nera!


Y pasándole con furia el auricular del teléfono a Julio Alonso se lo estampaste en un ojo dejándoselo cardenalicio por un mes y haciéndonos a todos pensar que nuestro amigo andaba en malos pasos.


La última vez que te vi fue en Santiago de Chile subiendo airada las escaleras del hotel Carrera, frente al palacio de la Moneda, aún en obras y habitado por un animal con galones. En un plis-plas de tus zapatos el recibidor del hotel, poblado de periodistas, pareció vaciarse. Lentamente tus colegas fueron emergiendo tras una columna, tras un periódico desplegado, tras un butacón y hasta tras el mostrador del bar. Los huidizos. Ese es tu mérito y tu cruz de terrible compañera de una generación mundial de periodistas que te han adorado, te han envidiado, te han imitado, te han odiado, te han soportado y siempre te han leído. ¡Lo que te habrán podido putear los últimos periodistas que abandonaron Saigón con el Ejército estadounidense! La mejor crónica sobre la caída de Saigón la escribiste tú desde tu casa de Florencia. Haces bien en no volver al periodismo, pero el que nos has dejado es tan destellante que, escrito sea en honor del “sexo inútil”, sólo podría haberlo realizado una mujer; y digo más: una mujer italiana.


Te suscribo en tu amargura profesional porque en verdad la malicia de los corrillos internacionales del oficio no te ha perdonado absolutamente nada: que si te inventabas las entrevistas, que si te encamabas con tus entrevistados, que si te imaginabas los hechos y las situaciones revolviéndolos como una bruja en su perol. No contaban de ti otras cosas sabidas pero menos aireadas y que demostraban con los hechos tu vago pero empeñoso compromiso izquierdista. Como cuando entrevistaste a Regis Debray, el ideólogo francés del ‘
Che’, en una penitenciaría boliviana. Un comando cubano se aprestaba a asaltar la cárcel para liberarlo, pero precisaban los datos de su acceso y su interior, que tú aportaste. Presiones internacionales liberaron a Debray antes de que se materializara aquel golpe de comando romántico, pero pusiste al tablero tu imparcialidad periodística y te hubieran desollado si aquello se llega a hacer y se llega a saber. De agente castrista ya no te hubiera apeado nadie, y nada más lejos esa tilde de tu ovárica pasión por la libertad.


Bueno, Oriana, ya sabíamos que tenías un cáncer de pecho metastatizado tras una detección tardía. Pues te digo que lo que más lamento es que hayas estado un poco sola en estos últimos años, porque ya sabrás que antes que la autopalpación es el amante que devora tus senos el primero que descubre el ominoso bulto bajo la seda de la piel. Así debería ser siempre porque, al contrario del de los hombres, que también lo padecemos, el cáncer de mama pronosticado a tiempo ya se cura casi en un ciento por ciento si no fuera porque en Medicina el ciento por ciento no existe y no hay enfermedades sino enfermos. Aunque las dos viváis en Nueva York, no creo que hayas frecuentado a Susan Sontag, que hace poco estaba en la sitiada Sarajevo (¡qué gran historia nos hubieras narrado del infierno de Bosnia-Herzegovina!) representando a ‘
Esperando a Godot’ a las luz de las velas y para cien personas. Pero de ella, felizmente librada de un cáncer como el tuyo, habrás releído su libro ‘La enfermedad y sus metáforas’. También, Oriana, la enfermedad es una aventura intelectual. Lo que no te perdono es que teniendo tantos admiradores y lectores afirmes en una entrevista que el cáncer es una enfermedad incurable. Ten una caridad para tantos cancerosos que te estarán leyendo: el cincuenta por ciento de los cánceres se curan, con cirugía, con quimioterapia, con radioterapia. Te lo habrá contado ya tu oncólogo.


Que te vas a morir y que quieres hacerlo con dignidad. Ya estamos otra vez con tu natural teatralidad. Eres la Ana Magnani del periodismo. Se muere como se vive, y llegada tu hora lo harás hermosamente. Yo también me voy a morir. A la postre lo que nos diferencia en verdad de los animales es que todos sabemos que nos vamos a morir. Anda, déjate de cuentos. Voy a ir en breve a Nueva York y te llevaré esta carta en mano con un beso. Esta vez no seré un huidizo.


‘Post data’. El loro dormía en la redacción en su percha con sus pipas de girasol y su agua. Un redactor de cierre, que Dios confunda, le echaba whisky al agua por las noches. Mamado hasta las patas, un día emprendió un vuelo sin escalas y se descerebró contra una de las columnas de la sala de noticias. Por lo demás, he vuelto a usar la boina.


José Luis Martín Prieto, Cartas a mujeres, Espasa Calpe, Madrid, 1995, pp. 17-20. Previamente apareció en El Mundo en la serie semanal del mismo título.

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