Ezequiel

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Qué desagradable era Ezequiel, y qué infancia le dimos por serlo. Sus padres lo vestían como si fuera un adulto; un adulto que fuera vendedor ambulante de seguros, con esa ropa formal pero inconfundiblemente rancia de los burgueses vocacionales que, viviendo en un arrabal obrero, no tienen más remedio que conformarse con el sucedáneo patético que les procura su inefable clase media baja. Un día hasta le pusieron pajarita. Otro, corbata. La de guantazos y collejas que se llevó en ese par de recreos. Tampoco se comió el bocata: las dos veces se lo tiramos a la escombrera que había al otro lado de la tapia, para que se lo comieran las ratas.

Ezequiel con pintas de petimetre, Ezequiel con su nombre Ezequiel donde lo que abundaban eran los Manolos y los Pepes, encima o para colmo era testigo de Jehová, de los que no sabíamos nada pero para qué: bastaba y sobraba con que no eran católicos y la mierda ésa de que no aceptaban las transfusiones de sangre. Cuando, los fines de semana, en la calle los veíamos con sus revistuchas y esas maletas como jurásicas, nos daba la risa y los basureábamos. Pero si en clase o en el patio salía lo de la sangre y nos imaginábamos a un chavalín muriendo por culpa de esos fanáticos, nos llevaban los demonios y a Ezequiel le caía una manta de palos.

Lo peor que tenía Ezequiel era la actitud. No era como el resto y ni lo ocultaba ni pedía perdón por ello. Es más, en ocasiones lo llevaba con tanta arrogancia que ni siquiera parecía andar desafiándonos: para qué retaros, venía a decirnos con una mirada sobrada y la mueca despectiva que te levanta la comisura derecha de los labios.

Por ese rictus una mañana, después de la clase de Religión, que para él y sin salir del aula era de Ética, le incendiamos la cara.

Acabábamos de hablar con don Anselmo, el profe que fue cura y estaba medio gagá, sobre el principio evangélico de poner la otra mejilla. Cuando acabó la clase seguimos con el tema. Abundaron las gracietas, los comentarios bobos, las risotadas. En un momento dado, Ezequiel dejó de pajarear en el manual de su asignatura de pega y se nos quedó mirando con la mirada aquella.

Y nodeó la cabeza.

–Qué pasa, hombre, algún problema –se le encaró Alberto, con un tono que daba a sus palabras una densidad de plomo que no les permitía coger el vuelito agudo de las preguntas. Un tono que solía anunciar males mayores.

–Nos quieres aleccionar –se le siguió encarando Alberto, que para la ocasión recurrió a una de las palabras fetiche de don Anselmo–. Nos quieres dar todo un ejemplo, ponernos la otra mejilla a nosotros, que tan malos somos –de verdad que los signos de interrogación serían aquí elementos distorsionadores–.

Ezequiel no dijo una palabra. Simplemente se levantó y, girándose –la mueca y la mirada–, ofreció la otra mejilla.

También Alberto se levantó. Y le estampó un bofetón que restalló como un látigo. Jamás he vuelto a escuchar un bofetón así. Que no vino solo sino que trajo como en rehala los de los otros, seis o siete que habíamos acabado conformando el cerco de una jauría.

Ezequiel ponía una mejilla y enseguida ponía la otra sin abrir la boca ni agacharse ni –apenas– cerrar los ojos. Le estuvimos dando hostias, con miedo, saña y asombro, cosa de cinco minutos. Eternos. Al acabar, a todos nos latían las manos. Ezequiel, lo único que hizo fue poner las suyas sobre la impronta lívida que le habían dejado las nuestras, el rostro se le había hinchado de una manera tremenda. Como para enfriarlo.

Acto seguido recogió sus cosas, se echó la mochila al hombro, abrió la puerta del aula y se fue. Ya desde el otro lado de la cristalera, se volvió y nos asestó una mirada postrera:

Para qué retaros.

***

–En parte por supuesto era arrogancia, porque erais muy brutos, así que era justa y necesaria. Pero sobre todo era un escudo. Y ese día me lo habíais destrozado. Ese día me quise matar. Literalmente,

me dijo muchos años después en una ciudad que no era la nuestra, a la que nos condujeron nuestros respectivos trabajos, distintos pero relacionados. Estábamos alojados en el mismo hotel y asistiríamos a la misma feria editorial; casualmente coincidimos en la recepción a la hora de hacer el registro y, hombre, qué tal, cuánto tiempo, en cuanto nos dieron las llaves nos fuimos al piano-bar a tomar un par de whiskies.

–Por vuestra culpa me quise matar; pero antes, como Yósel Rákover, apelé a Dios –me dijo cuando ya íbamos por el cuarto–. Aunque, como Yósel Rákover, no Lo apelé; porque, como Yósel Rákover, Lo imprequé. Por primera vez. Con una indignación portentosa que se llevó por delante el miedo como un turbión. No, yo no quiero vivir en un mundo con gente así, Le dije. No, yo no voy a darte las gracias por ponerme a vivir en un mundo con gente así, Le maldije. ¡Por qué? ¿Por qué tengo yo que sufrir así! ¡No tienes derecho a ponerme a prueba! ¡¡No tengo que superar ninguna prueba!! ¡¡¡A los inocentes no se les pone a prueba!!! ¡¡¡Tu gloria eterna es Tu eterna condena!!!

Se desquició por completo aquel Ezequiel blasfemo de trece años con un incendio de hostias en la cara, no el apuesto ejecutivo de rasgos duros y ya en la cuarentena que le daba la palabra. Le dio un sorbo a su whisky y se miró la palma de la mano derecha antes de ponerla muy extendida sobre la barra para, durante otros tantos intensos segundos, seguir observándola.

–Dejé de creer en Dios en ese preciso instante. De creer en él, no en su existencia, como si fuera un ateíto cualquiera –precisó al volver a mirarme a la cara con algo parecido a la insolencia. Pero no me incomodó porque yo lo que estaba era, además de borracho, profundamente conmocionado–. Y para que Le quedase radicalmente claro pensé, ya te digo, en matarme: ese airado Ezequiel de ninguna de las maneras quería seguir siendo “Aquel que tiene en Dios su fortaleza”, prefería la intemperie de un justo, la compañía del Ángel Caído, en el que ya no veía un enemigo sino son semblable, son frère, un semejante.

Silencio y mi estupor.

–Dios, Dios, ¡Dios! Si mi vida era Suya, no la quería –remachó.

Me pidió que lo acompañara afuera porque quería fumar y acabé fumando yo también, después de siete años que me dejaron de parecer heroicos, aturdido como estaba por los remordimientos y el bronco alcohol.

Ezequiel se me figuró puro humo, ahí en la tiniebla del callejón.

–Por supuesto que me iba a matar ese mismo mediodía, caminaba hosco por la calle con la decisión, más que metida, incrustada entre ceja y ceja –dio una calada muy larga y, por la ceniza incandescente, le volvió a brotar un incendio en la cara–. Pero cuando pasé por delante de la librería de viejo de mi barrio vi en el escaparate un libro con un título que… fue como si me pegaran una pedrada en la frente. Una pedrada de luz, no sé si me entiendes.

Le sostuve entonces la mirada. Asentí.

Calló.

–¿Cuál era?

Del inconveniente de haber nacido, de

–Cioran.

–Desde luego. Irrumpí en la librería, por supuesto no llevaba un duro encima, así que me lo llevé. Robé un libro ese día, sí. El único libro que he robado en toda mi vida. Y en vez de irme a mi casa me fui al parque del barrio con él; no a leerlo sino a que me traspasara, no sé si me explico –de nuevo asentí–. “El hombre es un animal encerrado en el exterior de su jaula, se agita fuera de sí”, ¿conoces el aforismo?, por lo visto es de un cardenal; pero viéndome aquel día en el parque desierto, junto a la fuente averiada, balanceándome como se balancean los judíos piadosos cuando rezan, hubieras podido atribuírsela a un notario que por allí pasara.

Aplastó el cigarrillo con el zapato e instó:

–Volvamos.

Volvimos.

–Camarero, una última ronda –pidió, y no volvió a abrir la boca hasta que nos pusieron delante esos dos últimos whiskies sin hielo. Tampoco yo.

–Ahí, en esas páginas corrosivas, demoledoras, se encontraba la máxima que, pletórico, comprendí que buscaba más que la misma muerte, que no dejaba de ser una clamorosa afrenta: pagaban en ella justos, yo, por pecadores, vosotros y Dios.

Silencio y su primera sonrisa. De un trago se bebió lo que le quedaba en el vaso.

–”Suicidarse por lo que se es, pase. Pero no por que la Humanidad entera pueda escupirte a la cara”. Y quien dice la Humanidad, o sea Alberto el matón y todos los que le secundasteis en esa mañana infecta, dice Dios Nuestro Señor.

Aquel ya no era Ezequiel, que tiene en Dios su fortaleza. Aquel era en cambio Israel, que lucha con o contra Él. ¿El Ángel Caído Erguido? El Hombre Rebelde, más bien.

No les puedo explicar lo que sentí durante ese escalofrío paralizante. Sí, que lloré tratando de no sucumbir a la angustia o el desconsuelo.

–Perdóname, Ezequiel. Perdóname.

Sacudiendo una mano, quiso dejarlo correr.

–Volvamos a vernos –insistí. Y, puede que le sonara a súplica–. Tratemos de ser amigos, por fin.

Ezequiel se levantó y, esbozando su sonrisa segunda y definitiva, tras darme una palmada en el hombro se despidió, muy rebajado de trascendencias, súbitamente bartelbiliano:

–Preferiría no hacerlo, muchacho.

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