Romualdo

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Acababa de dejar a Silvia en su casa y pasaba por la calleja que ella siempre me pedía que evitara, una calleja sórdida que daba a la carretera de circunvalación y a las escorias de un parque, con arena sucia, lepras de arbusto y mochos de hierba.

Caía una insidiosa lluvia fina que me estaba empapando la cara, así que, tratando de guarecerme, iba como un caballo ofuscado, con la cabeza baja.

Pero lo vi. Ahí. En ese viejo desecho de parque tétrico.

En la maleza aberrante se movía espasmódico un bulto deforme, que hacía sonar la hojarasca como una suerte de torpe animal salvaje. Instintivamente miré hacia allí y vi el rostro de una mujer.

La estaban penetrando.

De súbito experimenté una profunda vergüenza. La formidable vergüenza que te sofoca la cara cuando eres testigo de una conducta obscena. Pero aquella noche no era eso. Aquella noche no fui testigo de una sórdida orgía callejera. A esa chica, lo supe cuando instintivamente volví a mirarla y con espanto retuve su expresión desencajada, la estaban violando.

La estaba violando mi amigo Romualdo.

***

Llevaba quince años sin ver a Romualdo y no contaba con volver a verlo porque me dijeron que lo habían matado. El hermano borracho de un borracho al que Romualdo mató de un alcantarillazo. Una noche se cruzaron el borracho y Romualdo, el borracho miró raro a Romualdo, Romualdo entonces cogió la tapa de una alcantarilla mal asegurada y le reventó el cráneo. De esto no hay duda, hay crónicas en la prensa y diez años de condena. De lo otro, que el hermano borracho del borracho se lo había cargado al poco de salir del trullo, sólo tenía noticia por Radio Macuto. Pero lo había dado por bueno, también en términos justicieros.

Aquella noche se me reveló de la peor de las maneras que era lo cierto lo opuesto.

El que estaba violando a esa muchacha pálida, zombificada, finalmente muerta de puro miedo –el pánico causó el infarto, según informaron después los telediarios–, era mi amigo Romualdo, al que llevaba sin ver, ya dije, exactamente quince años. Desde que, por bocazas, le abrasé la cara contra la tapia desconchada de nuestro instituto de secundaria.

Estábamos en primero y a principios de curso, y los novatos nos apiñábamos en el patio para protegernos de los malvados, que eran casi todos los otros alumnos, ávidos de carne fresca para el maltrato. En tan penosas circunstancias tremendas, prácticamente nos obligábamos a caernos bien, los del rebaño acechado. Con Romualdo la verdad es que no había que esforzarse: era divertido, simpático y, qué valorado en tan penosas circunstancias tremendas, arrojado. Parecía mayor que nosotros y lo era: había repetido 8º de EGB y 1º de BUP en otro instituto, del que finalmente lo habían expulsado. Y, por la facha y el cuajo, en éste los abusadores no se animaban a molestarlo.

Como sabía mantenerlos a raya, solíamos arracimarnos en torno a Romualdo cuando tenía a bien dejarse caer por el patio. Esa mañana yo me aprisqué tarde porque mi hermana mayor había venido a verme. Mi imprescindible hermana mayor Claudia, que era una especie de minimadre desde que a mi padre le dio por morirse cuando yo era sólo un escuincle que no había cumplido los cinco años.

En realidad, mi hermana Claudia había venido a ver a Carlos, mi tutor, que andaba preocupado de tanto verme precisamente con Romualdo, que ya bebía y fumaba, “sólo porros, que es más sano”, aclaraba el muy cabrón, y los demás medio asustados nos carcajeábamos. Claudia lo sabía, que yo me juntaba con Romualdo, porque yo mismo se lo había contado hacía dos o tres días: es con el único con el que estoy a salvo en el patio. Así se lo diría a Carlos.

Cuando por la espalda me acerqué al rebaño, me alegré de que estuviera tan relajado. Se estaban todos echando unas risas, qué les estaría contando Romualdo, venía yo dispuestísimo a dejar correr lo del día anterior, aunque sólo fuera para sacármelo de una puta vez de la cabeza. “¡Que sí que sí que sí, que la hermanita de Germán se la está chupando a Carlos en la Sala de Juntas!”, escuché justo cuando me estaba abriendo un hueco junto al gran macho.

Me dominaron el miedo y la rabia. El miedo a que Romualdo me diera una paliza. La rabia del vasallo por su señor traicionado. Enseguida se impuso el odio, que convirtió el temor en un poderoso componente de mi fuerza inédita: la sentí descomunal, me dejé arrastrar por ella y sin mediar palabra le agarré del pescuezo y le restregué la cara por la tapia, mugrienta de escupitajos resecos, chicles y grafitis patéticos.

Cuando los demás superaron la conmoción de ese tremendo arrebato inesperado yo seguía fuera de mí, férvido de furia asesina, sediento de más sangre como la que ya me recalentaba las manos.

Con la ayuda de cuatro de los malvados consiguieron separarnos. Me faltaba el aire y sentí dolorosos espasmos, descargas musculares que estaba dejando como secuela el aventón de testosterona liberado por el odio y el instinto de supervivencia. Sin la menor transición se me echó encima una fatiga igual de violenta. Fue entonces que me asustaron los rostros descompuestos que me estaban mirando. Pero sobre todo la cara destrozada de Romualdo, en la que se abría paso una sonrisa satánica. “¡No es para tanto, Germán! ¡No es para tanto!”, me dijo mientras escupía un diente y me guiñaba el ojo con euforia y una mueca que me instiló pavor en el espinazo.

Corrí, corrí y –nunca más volví a pisar ese instituto, perdí el curso recién empezado–, al borde del colapso, respirando tan fuerte, descompuesto, dejé de dejar correr lo de la víspera. Aquello que me hizo conocer el espanto.

***

Habíamos decidido saltarnos la última hora y media, la clase de Filosofía, la clase de Carlos, que –procesé luego– seguramente nos vio largarnos del patio. Nos daríamos un garbeo por el centro comercial que había a los pies de la larga cuesta que cerraba el instituto en lo alto, pillaríamos unas cervezas en el supermercado y nos echaríamos un par de partidas en los billares.  

Nos dimos el garbeo, pillamos las cervezas y nos echamos el par de partidas en los billares. También nos fumamos mi primer porro. Mi último porro.

Cuando nos íbamos del parking para coger el autobús de las 2 de la tarde, salió del centro comercial una joven madre con un niño a cuestas y otro en un carricoche. Superada. Daba toda la lástima. No a Romualdo, que al pasar junto a un Opel Corsa blanco con dos sillines infantiles en la parte de atrás se sacó una navaja del bolsillo y le pinchó las ruedas del lado izquierdo. “¡Ahora sí que te va a dar pena!”, me dijo con alborozo vesánico.   

En ese mismo momento se me pasaron el mareo y el sopor del porro y las cervezas. Me quedé por completo petrificado. No conseguía reaccionar, y cuando lo hice no le reventé la cabeza ni acudí en auxilio de esa pobre mujer a la que se le iba a venir el mundo encima; mucho menos fui derecho a denunciar a Romualdo a comisaría. Sólo me marché sin mirarle, preso de una conmoción fría, agarrotado, empapado en vileza.

Aún alcancé a oírle decir, divertido:

–¡No es para tanto, Germán! ¡No es para tanto!

***

Aquella noche en que violó a aquella muchacha desalmada, por tercera vez me asestó aquella maldita frase siniestra. Pero yo no volví a destrozarle la cara sino a correr, correr, correr. A huir. Empapado en vileza.

Cobarde de mierda.

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