‘El gourmet samurái’, primores de lo vulgar

(Para Carmen, que ha prometido llevarme a comer croquetas)

Yo, que no soy o no he sido muy de series, he visto ya dos veces esta joya minimal, El gourmet samurái, que pasan por Netflix y que tiene por protagonista al señor Kasumi, Takeshi Kasumi, un modesto directivo recién jubilado que no sabe qué hacer con su ociosa vida nueva, ni siquiera cómo moverse por su propio barrio y si puede o no tomarse una cerveza en el comedero ése ante el que, de maquinal camino al trabajo, siempre pasó de largo.

El señor Kasumi es muy inseguro, y tan entrañable como cobarduelo. Pero cuando le fallan los arrestos se las apaña para que se le aparezca su morrocotudo anti-alter-ego, un samurái gritón, errante y bandarra que hace siempre lo quiere. Y entonces se obra el milagro y el nimio señor Kasumi se transforma en el Gourmet Samurái, una suerte de caballerete audaz que acomete proezas como esa de, despreocupado por el qué dirán, con la comida tomarse un par de cervecitas frescas.

Al menudo señor Kasumi le gusta comer bien, y al espectador verlo comer con ese entusiasmo deliciosamente pueril que le lleva a emitir suspiros y sonrisas mientras da cumplidísima cuenta de un humeante cuenco de ramen o una tabla de yakitoris que acaban de sacarle del fuego. Por ese entusiasmo envidiable, el acoquinado señor Kasumi se ganará un buen día el respeto del fascinante caballero del pelo cano que se encargó de poner en su sitio a un cocinero soberbio aunque desabrido y –para vergüenza de todos en su local tradicional– xenófobo. (El pobre Takeshi quiso pero no pudo porque a la hora de la verdad, ay, volvió a amilanarse).

Cuando come tan a gusto, el para mí ya inolvidable señor Kasumi suele darse a la evocación del pasado, y con emoción contenida le vemos abandonarse a la nostalgia y desmigar su magdalena proustiana, que para él es un filete de caballa seca o, claro que sí, una sencilla croqueta. O el suculento estofado de ternera del restaurante en el que, sin saberlo, coincidió cuando era un crío con su aún más cría futura mujer, Shizuko cantarina y pizpireta, a la que de ninguna de las maneras imaginamos compartiendo lascivias con Takeshi-san: más que su mujer parece su hija, una hija ya madura que medio divertida y sin estridencias observa cómo su padre se enfrenta a las novedosas circunstancias que le va deparando la tercera edad recién estrenada.

“Con tan poco, cómo puedes llegar [tanto] a la gente”, comenta con estupefacción fascinada uno de los usuarios de Netflix que se ha decidido a recomendarla. Bueno, es que, a veces, en el mundo del arte, se trata de eso: de sacarle lustre a la vida cotidiana; hacer de menudencias, minucias, insignificancias, objetos merecedores de cariño y reverencia, como según Mario Vargas Llosa hacía Azorín en sus prosas miniadas. Si plagiándolo hubieran querido homenajearlo, los responsables de la versión española de esta producción tan japonesa habrían recurrido al Ortega azoriniano y redondeado el título con un subtítulo de antología: “Primores de lo vulgar”.

Qué bella serie ésta: háganse el favor de no dejar de verla.

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