Beirut, San Sebastián

Un día, marzo de 2006, Christopher Hitchens caminaba por una calle de Beirut con sus colegas Michael J. Totten y Jonathan Foreman cuando, de repente, se dio de bruces con una placa en la que los nazis del Partido Social Nacionalista Sirio (PSNS) rendían homenaje a uno de los suyos, un tal Jaled Alwan, asesino de dos soldados israelíes. «Bueno, aquí tenemos esta esvástica», dijo Hitchens, con el aplomo volátil de quien está a punto de perder los estribos. Y acto seguido trató de arrancar la placa de los cojones. Pero no pudo. Así que se puso a pintarrajearla. «No, no, no. Que se joda el PSNS», dispuso.

Como no podía ser de otra forma, a plena luz del día, en la neurálgica calle Hamra, los nazis lo vieron. Y fueron a por él. Y le dieron una paliza que no fue de muerte porque Dios no quiso. Un momento, esto de hablar bien de Dios cuando se trata de homenajear a Hitchens está feo, así que me ceñiré a los hechos y diré que probablemente no fue de muerte porque, en un momento dado, Hitchens consiguió zafarse de los matones y subirse al oportunísimo taxi que paró Totten.

Totten es un periodista extraordinario, y él mismo ha relatado este episodio en su impresionante The Road to Fatima Gate, imprescindible para quien quiera saber acerca de «la Primavera de Beirut, el auge de Hezbolá y la guerra de Irán contra Israel», según reza el subtítulo. Totten se conoce Beirut como la palma de la mano, ha vivido allí varios años, y ya cuando estaban a salvo se sentía culpable por lo que tenía delante, el amigo machacado, con la camisa manchada de sangre. «El PSNS es el último partido con el que querrías meterte en el Líbano», le dijo. «Siento no haberte prevenido convenientemente. Esto, en parte, es por mi culpa».

«Te lo agradezco», replicó entonces Hitchens. «Pero lo habría hecho de todas formas. Uno tiene que tomar partido. Uno, simplemente, debe hacerlo».

«Llámame antiguo si quieres», abundó, «pero lo que yo digo es que los carteles con esvásticas hay que pintarrajearlos o destrozarlos«. ¡Pero se sospecha que estos son los tipos de los coches-bomba, Hitch!, le trataba de cobardear su amigo y salvador. ¡Son peligrosos! Y Hitch, eterno rebelde, erre que erre: «Deberían ser ellos los que se preocuparan por nosotros». Porque lo que no puede ser, querido Mike, es esto que pasa, que «la calle principal de una ciudad civilizada esté patrullada por unos sujetos intimidadores que trabajan para una organización nazi».

Por las calles Hamra de lo viejo de San Sebastián, el artista Omar Jerez cargó el jueves un bulto que era un cadáver, el cadáver de José Manuel Olarte, el de José Antonio Santamaría, el del concejal del PP en esa misma ciudad Gregorio Ordóñez, asesinado en esas mismas calles por el euskonazi (© familia Múgica) Valentín Lasarte.

Qué solas se han sentido las víctimas en el País Vasco, qué desamparados los que, como Gregorio Ordóñez, luchaban por que en sus ciudades civilizadas no imperara la barbarie etarra.

Cómo han cambiado las cosas allí desde que nos falta Goyo, el que clamaba mientras los demás callaban. Cuando lo asesinaron, enero de 1995, Gregorio estaba a un tris de hacerse con la Alcaldía de San Sebastián, las encuestas lo colocaban como el candidato con más respaldo para las municipales de mayo, de hecho acabó ganando las elecciones por él su amigo Jaime Mayor Oreja. Hoy, allí gobierna Bildu, el partido al que votan los euskonazis de ETA. Y en esas calles donde nadie hablaba, y los dirigentes del PP tenían que decirles todas las mañanas a sus hijos que sí, que otra vez, que se agachaban a mirar debajo del coche por si daba la casualidad de que hubiera un gatito, en esas mismas calles, ahora, a los dirigentes del PP no es que se les hable, es que se les grita y hasta, si se ponen estupendos, se les escrachea.

(Publicado originalmente en VLC News, con el título de «Una historia verdadera»).

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