Mi primera entrevista al maestro Montaner

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Aquí os dejo, queridos, la primera entrevista que le hice al maestro Montaner, que apareció con el horrendo título «Padecemos una cultura vertical: no se desea la participación estudiantil» en el periódico universitario Menos 25 el 26 de febrero de 2001. O sea, hace diez años. Y en muchísimas cosas sigue siendo de rabiosa actualidad. Lo cual que se te caen los palos del sombrajo.

Montaner renunció hace tiempo a cometer poemas, tener pelo y leer a Carpentier, que no a aplastar llagas con su dedo razonable. La renuncia se agradece.

A este cubano pronto sesentón se le pueden mandar de vuelta las palabras, porque cuando elogia se retrata: dijo de Enrique Labrador que tuvo «la imprudente temeridad de ser un buen escritor en Cuba». Que se aplique el cuento, él cubano y en Cuba, la otra Cuba, la del exilio próspero y denigrado, siempre piensa en isleño, porque amar un horizonte, nos dijo Derek Walcott, es insularidad.

Lo visitamos en su despacho de la editorial Playor, para hablar de América, la América española con poca rumba y más derrumbe, el cóndor pasa, alicaído, nada nuvo bajo un sol que nos amanece fracasados desde hace tanto tiempo. Parecía que los 80 habían echado un candado de siete llaves sobre el totalitarismo, la depauperación, el cainismo, la confrontación ensañada, pero no. Qué le pasa al continente inabarcable. Le pasa que «padece una estructura de valores y una cultura que son contrarias al desarrollo y a la convivencia armónica dentro de la democracia». Liberal al fin y al cabo, Carlos Alberto Montaner sabe que la democracia es ser, no parecer. «No basta con redactar una Constitución ni con hacer hacer promesas. Tiene que haber un sector importante de la sociedad, y especialmente la clase dirigente, que tenga una idea clara de cómo se crea la riqueza, y al mismo tiempo sobre las virtudes de la democracia y de cómo se preserva».

Andrés Oppenheimer, un porteño que se luce en las páginas de El Nuevo Herald de Miami, lanzaba en diciembre una pregunta de las que carga el diablo: «¿Hablaba por muchos Hugo Chávez cuando dijo recientemente que ‘la democracia representativa no le sirve a ningún país latinoamericano’?». «No –responde Montaner; y Oppenheimer, claro–, porque tampoco casa [la idiosincrasia iberoamericana] con ese fascismo extraño que él quiere imponer a los venezolanos, aprendido en ese librito lleno de disparates que es el Libro verde de Gadafi». Como se lleva a cara de perro con los determinismos, cree que «los pueblos cambian». El ejemplo lo tiene a mano, vive en él desde hace 30 años: «La España democrática y tolerante del siglo XXI tiene muy poco que ver con la de épocas pasadas, cuando se decía que la única manera que tenían los españoles de vivir con una cierta armonía era bajo el control y la fusta de un amo que les indicara lo que tenían que hacer». En el otro lado del Charco no han aprendido aún la lección, se lamenta pero argumenta: «Entre otras razones, porque la clase dirigente latinoamericana, la formada en nuestras universidades, la que se expresa a través de la prensa, repite viejos errores y disparates que contribuyeron al desbarajuste y al empobrecimiento de nuestros pueblos».

Aulas productoras de miseria

Hace un par de años se publicó un yo acuso sostenido y contundente titulado Fabricantes de miseria y escrito al alimón por un colombiano (Plinio Apluleyo Mendoza), un peruano (Álvaro Vargas Llosa) y un cubano («Desde ya un amigo», gracias maestro –y perdón si caigo en el ditirambo–), nuestro entrevistado. No se libra ninguna fuerza viva: políticos y sindicalistas, militares y guerrilleros, la Iglesia y el Estado. Tampoco el mundo del pensamiento, que habitan universitarios e intelectuales y al que vamos a pasar la lupa. Sostiene Montaner que, «desgraciadamente, muchos de nuestros intelectuales no fueron formados en la defensa de la libertad, sino en el asalto y el ataque a la razón». A esta escuela pertenecería Eduardo Galeano, autor de uno de los libros más leídos allá en los últimos 30 años, Las venas abiertas de América Latina, designado «Biblia del idiota» por el trío liberal en el libro hermano (mayor) de Fabricantes de miseria, el celebrado y denostado Manual del perfecto idiota latinoamericano… y español.

¿Qué se dice de las Aulas Magnas en Fabricantes de miseria? Por ejemplo, lo que sigue:

(…) la atmósfera universitaria que hemos creado no sirve para estimular la creación original ni la imaginación (…) De alguna manera, aplasta y amordaza a nuestras mejores cabezas (…) Da escalofríos saber que ninguno de los objetos de nuestro entorno y ninguno de los hallazgos científicos o de los desarrollos tecnológicos que determinan nuestras vidas ha sido creado por nuestra cultura, pese a que contamos con algunas de las más viejas universidades [del mundo]». Tres eran tres diciendo verdades como puños sobre el legado cultural hispano. Y, con Quevedo, conviene que nos digamos: «Arrojar la cara importa, que el espejo no hay por qué.

Universidades/sociedades abiertas

En la entrevista, Montaner nos dice que la universidad iberoamericana es «consecuencia de una cultura muy vertical, donde la participación de los estudiantes no es siquiera deseada; lo que se espera es que sean buenas cotorras capaces de repetir lo que escuchan en sus clases».

Para salir del marasmo, Montaner aboga por la implantación de instituciones privadas «que establezcan una competencia y obliguen a las estatales a ser mejores», por «estimular la investigación y el desarrollo al margen de los centros universitarios» y, en fin, por «todo lo que sea tener una oferta plural en el terreno educativo, científico y técnico».

También recomienda que aliviemos nuestro equipaje mental de prejuicios antiyanquis y amulemos a las grandes universidades de allí. Al que le resulte amargo el trago le brinda una coartada: «Los norteamericanos no tuvieron ningún escrúpulo, e hicieron muy bien, en imitar las buenas instituciones educativas alemanas», y le recuerda que la historia de Occidente –herencia propia, machaca, de Hispanoamérica– ha sido un continuo beber de aguas ajenas, desde que los romanos se hicieron tales tras hacerse griegos.

Montaner cree que es en Chile donde el cuerpo social y su cerebro –o lo que debería serlo: la Universidad– están mejor acoplados, y habla maravillas de una universidad guatemalteca, la Francisco Marroquín, privada y pequeña, donde ha impratido clase –también lo ha hecho en la Interamericana de Puerto Rico–: «Una de sus características es que todos, desde el rector hasta el último de los trabajadores, tienen que ganarse el empleo año tras año, y eso genera unos niveles de competencia altísimos».

Sabe el autor de La agonía de América que ara en el mar cuando pide introducir en el mundo universitario «cierto nivel de riesgo». Teme que nunca y en ningún lugar los docentes acepten «el fin de la seguridad académica, la famosa cátedra vitalicia, que le da al profesor una garantía que no existe en el resto del mundo productivo».

Otro aspecto digno de alabanza en la Francisco Marroquín es que «la permanencia del profesor se debe, en primer lugar, a la evaluación que hacen los estudiantes, ya que éstos «entienden bien que están pagando por un servicio: la adquisición de conocimiento; y si quien lo suministra es un incompetente tienen derecho a exigir que se le reemplace».

Pobres subvencionan a ricos

Hace unos meses Carlos Rodríguez Braun decía en estas páginas que los liberales han de hilar fino porque muchos de sus argumentos parecen chocar en un principio con la realidad o el sentido común. Es el caso de esta frase de su cofrade Montaner: «La gratuidad de la enseñanza universitaria es un disparate». Ahora viene la explicación, que tomamos de Fabricantes de miseria:

Resulta que la inmensa mayoría de los estudiantes pertenece a los niveles sociales medios y altos, pero la factura de esos estudios debe pagarla la totalidad de la población, y mientras más pobre es el país (…) más sangrante resulta este atropello. Son estas desgraciadas sociedades en las que vemos a los pobres trabajadores que no pueden consultar a un médico o acudir a un abogado pagando con su trabajo la educación de esos privilegiados futuros profesionales que luegos los mirarán por encima del hombro.

Todo eso está muy bien, pero ¿cómo se las apañan entonces los estudiantes sin recursos? Montaner defiende un sistema de préstamos que haga posible que, una vez terminados los estudios, «[los estudiantes] devuelvan lo que la sociedad les presta». Entiende nuestro entrevistado que se deben emplear los recursos en «mejorar la calidad de la enseñanza primaria, lo más importante».

¿Cómo verificar la calidad?

Regresemos a las Aulas Magnas. Se atreve el presidente de la Unión Liberal Cubana a poner el cascabel al gato del control de la calidad universitaria: «En eso el modelo norteamericano  es bastante sabio: tienen un equipo de regentes ajenos a la burocracia universitaria que velan por el control de la universidad. Además, el trabajo que desempeñan es pro domo, no reciben emolumentos». Prosigue explicando la receta anglosajona: «Las universidades se regulan mediante acuerdos universitarios. Se ponen de acuerdo para crear mecanismos autorregulatorios», que afectan principalmente a los contenidos académicos y a la calificación de las insitituciones, «para que las personas sepan qué universidades son buenas y qué universidades son malas». Defiende incluso el papel de estas últimas, que pueden resultar provechosas a determinados estudiantes.

Cuba

Hubo tiempo, por supuesto, para preguntarle por la situación de la enseñanza superior en Cuba. «Muchos profesores se han quedado fuera» de la universidad, nos dice, «por criticar al gobierno. Toda aula universitaria en Cuba es un foco de observación policíaco: ahí hay siempre un comisario político, y a cualquier profesor que haga un planteamiento que se aleje de la línea ortodoxa lo separan de su cargo y se convierte en un perseguido». De poco han servido la visita del Papa o la Cumbre Iberoamericana de La Habana: «Nosotros estamos viendo que desde el 96 se esta produciendo una creciente involución del sistema», y si la sociedad se asfixia, con más razón el alma mater, que se alimenta de aires nuevos y controversias.

Mientra recojo los bártulos tras dos horas largas y fecundas de conversación le pregunto si hará como Cabrera Infante, que volverá a Cuba cuando doble Mefistofidel, «pero no en el primer avión». «Yo sí ­–responde–. A mí me encantaría contribuir a la creación de un país democrático, poner en marcha muchas de las cosas que he aprendido a lo largo de más de 30 años de vida en España, incluso lo que fue la Transición».

Ya tarda –décadas– el reloj insoportable en marcar la hora de la Cuba Libre.

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