Para los japoneses, siempre muy conscientes de su puesto entre las naciones, las victorias deportivas eran una manera de compensar los recuerdos de la derrota de la guerra. Durante los años cincuenta, los éxitos (…) del boxeador Riki Dozan habían servido de bálsamo al orgullo japonés herido. (…) [Pero] Riki Dozan ya había desaparecido cuando comenzaron los Juegos Olímpicos [de Tokio, en 1964]. (…) Para los japoneses era hora de mostrar su destreza de una manera más tradicional, de modo que el comité olímpico japonés usó su privilegio para escoger el yudo como nuevo deporte olímpico.
Además del hecho de que los japoneses tenían más posibilidades de ganar medallas en su deporte autóctono, el yudo tenía otra ventaja: demostraría el poder de la habilidad sobre la fuerza. En el yudo no se trata del tamaño o de los músculos, sino de algo infinitamente más sutil, casi espiritual. Para derrotar a un contrincante se necesita paciencia, agilidad mental y gran disciplina. Un hombre bajo y menudo puede derrotar a uno mucho más alto y corpulento usando la masa de este en contra suya. (…) el yudo mostraría la superioridad de la cultura japonesa y del espíritu japonés.
Para hacerlo, los japoneses incluyeron una categoría libre, así como las categorías tradicionales: pesada, media y ligera. Cualquier contendiente podía participar, sin importar su altura o corpulencia. El favorito japonés para ganar la medalla de oro en esta categoría era Kaminaga Akio, un hábil campeón bastante robusto para ser japonés, pero no tan alto y corpulento como el campeón holandés Anton Geesink, un gigante de 1,90 de altura y 121 kilos de peso. (…)
El encuentro fue fijado para el 23 de octubre, el último día de los Juegos. Diecisiete mil personas se apiñaban en el pabellón de artes marciales del centro de Tokio para ver a Kaminaga obtener la corona (…). En todas las ciudades, los pueblos y las aldeas japoneses, la gente se apelotonaba ante los escaparates para seguir el acontecimiento por televisión. Era algo que nadie se quería perder. Millones salieron a apoyar a Kaminaga, en cuyos amplios hombros reposaba entonces el orgullo japonés. No hubo sesiones parlamentarias ese día. Los gerentes patrióticos se aseguraron de que sus empresas tuvieran al menos un televisor en cada planta. La gente enviaba a los periódicos versos en alabanza de Kaminaga. El mismo emperador quizá asistiría.
Durante diez minutos el japonés y el holandés estuvieron igualados. Kaminaga atacó. Geesink lo rechazó. Cada uno observaba los pies del otro, tratando de anticipar el siguiente movimiento, como si estuvieran jugando una partida de ajedrez físico. Entonces, de repente, Geesink se abalanzó de un salto. Con sorprendente rapidez para un hombre tan corpulento, forcejeó con Kaminaga y lo inmovilizó contra el tatami. El campeón japonés se debatía tratando de defenderse con todas sus fuerzas. Sus fuertes pantorrillas se estrellaban una y otra vez contra el tatami, como un pez que lucha por su vida. Finalmente, el árbitro anunció que se había acabado el tiempo. Geesink había ganado.
Primero se hizo el silencio, luego se oyó un gemido de pena. Era demasiada humillación. Una vez más la hombría japonesa había sido puesta a prueba contra la superior fuerza occidental, otra vez se había demostrado deficiente.
Pero entonces ocurrió algo extraordinario. Momentos después de su victoria, los holandeses trataron de entrar en el tatami para felicitar a su héroe. Pero de inmediato Geesink levantó el brazo para detenerlos y se volvió hacia Kaminaga para hacer la venia de rigor. El público japonés se levantó para aplaudir este gesto tradicional de respeto. Y nunca lo olvidó. Geesink, el voluminoso vencedor holandés de Tokio, que había mostrado a los japoneses lo que la habilidad combinada con la fuerza podía lograr, sería tratado en adelante como un héroe en Japón.
(…) el exceso de confianza, el fanatismo, el agudo sentimiento de inferioridad y a veces la excesiva preocupación por el estatus nacional han tenido conjuntamente un papel en la historia del Japón contemporáneo. Pero una cualidad ha sobresalido para ayudar a Japón más que ninguna otra: el talento para sacar el mejor partido de la derrota.
Ian Buruma, La creación de Japón, 1853-1964, Mondadori, Barcelona, 2003, pp. 11-14.
Un instante del combate Geesink-Kaminaga.
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