GK Chesterton: literal, literariamente enorme

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[Este artículo fue publicado originalmente en LD el 8 de septiembre de 2006, en el suplemento «Fin de Semana»]

Este gordinflón inabarcable, que nació «de padres respetables pero honestos» el 29 de mayo de 1874 y murió el 14 de junio de 1936, «era despreocupado en el vestir, desconocía el valor del dinero, le gustaba beber y escribir sobre el gusto de beber, ignoraba los malabarismos que tienen como resultado un nudo de corbata y se enorgullecía de ser un fumador de auténtico vicio» (Felipe Benítez Reyes, Gentes del siglo, Ediciones Nobel).

Además, y seguimos con Benítez, «acabó siendo católico en un país anglicano, le divertían los chistes en torno a su obesidad, mantuvo fidelidad a su esposa y siempre se sorprendió de su fama literaria». Last but not least, era un polemista conspicuo que no dejaba jardín sin hollar ni charco sin pisotear y un grafómano de libro (je) que ha condenado a sus lectores a la pena irredimible de regocijo permanente.

Como de niño se tomara su tiempo para aprender a leer, uno de sus maestros, delicado como un manojo de cardos borriqueros, le espetó: «Si abriéramos tu cabeza no encontraríamos un cerebro, sino un grumo de grasa blanca». Otro, con la azotea mejor amueblada y que acaso supiera que nuestro personaje aprendió a recitar a Shakespeare antes de que pudiera comprender lo que recitaba, redactó un informe escolar sobre el GK que le cupo en suerte, el GK de quince años, en el que podía leerse: «Un gran aturdido con mucha inteligencia». Por ahí, por ahí iban los tiros. Y es que al joven Chesterton –y al no tan joven, incluso al viejo que no llegó a ser, pues apenas alcanzó la sesentena– «todo le sorprendía, le maravillaba y le provocaba entusiasmo» (Benítez, de nuevo).

GK se lo pasaba como un enano discutiendo, especialmente con su hermano Cecil o con sus compañeros del colegio de Saint Paul, con quienes fundó el Junior Debating Club y la revista correspondiente: The Debater. Andando el tiempo se convirtió en uno de los más brillantes y fecundos polemistas de Inglaterra: se las tuvo tiesas con gentes como George Bernard Shaw (Benítez –y van cuatro–: «Escribió un libro sobre George Bernard Shaw que es algo así como una tarta de nata estrellada en la cara de George Bernard Shaw»), HG Wells o Bertrand Russell, y cuando enfrente no tenía oponente se las apañaba divinamente para discutir… consigo mismo, mismamente:

Una vez tenía que participar en un debate y el adversario no se presentó; él adoptó las dos posiciones y argumentó brillantemente a favor y en contra del asunto de la velada (Alberto Manguel, En el bosque del espejo).

No rehuía las controversias más espinosas; todo lo contrario: gracias a ellas comenzó a cobrar fama. Pues fue pro bóer cuando toda Inglaterra era anti bóer, esto es, en plena guerra contra los bóer; belicista en tiempos de la Gran Guerra, cuando la intelligentsia británica era estruendosamente pacifista; proirlandés en Inglaterra, que ya es decir, lo cual no le impedía ser más inglés que el té de las cinco en punto de la tarde («Decir la verdad sobre Irlanda no es muy agradable para un patriota inglés, pero es muy patriótico»); demócrata cuando media Europa marcaba gustosamente el paso que dictaban los espadones totalitarios y cristiano cuando lo que se llevaba era ser agnóstico o directamente ateo:

Yo soy ese hombre que, armado de todo su valor, descubrió un día lo que ya estaba descubierto hacía siglos […] Como suelen hacer los chicos precoces, quise adelantarme a mi tiempo (…) ¡Y todo para descubrir, a la postre, que andaba yo atrasado unos mil ochocientos años! (…) Cuando yo creía marchar solitario (…), toda la cristiandad me estaba empujando por la espalda (…) Quise ensayar alguna herejía por mi cuenta y, al darle los últimos toques, me encontré con que mi herejía era la ortodoxia (GK Chesterton, Ortodoxia).

Los años mozos de GK fueron de «dudas, morbidez y tentaciones», y le dejaron grabada a fuego la «objetiva solidez del pecado». El escepticismo que se le había instalado en su cuerpo serrano no le gustaba un pelo, y cuando las cosas pasaron de castaño oscuro, es decir, cuando el escepticismo cedió los trastos al pesimismo, que a su vez amenazaba degenerar en nihilismo, sintió en su interior un gran impulso de rebeldía: «Desalojar aquel íncubo o librarme de aquella pesadilla».

En un principio empleó métodos exorcizantes de andar por casa: una teoría medio mística made in GK sustentada en la consideración de que «la mera existencia (…) era lo bastante extraordinaria como para ser emocionante» y que podría tener como proclama el dicho que dice que de bien nacidos es ser agradecidos… para con el Creador. Pero pronto abandonó los experimentos con gaseosa y se aproximó a los caminos trillados del catolicismo, de la mano de su mujer, Frances Blogg, el historiador Hillaire Belloc, el cardenal Newman y el padre John O’Connor, sosias intelectual de la más célebre criatura chestertoniana: Brown, el padre Brown, sabueso y pastor de almas.

Las ganas de gritar «¡Que vivan los corazones!» y la íntima convicción de que todos los grandes revolucionarios habían sido igualmente grandes optimistas le llevaron a abrazar la religión y a combatir con sus obras, fueran ficciones o ensayos, el pesimismo, al que tenía por enemigo público número uno de la civilización moderna.

Para librar con bien la madre de todas las batallas, pensó el general GK, se hacía necesario poner patas arriba la Literatura, donde los tópicos patrocinados por las nutridísimas legiones de pensadores románticos y escritores malditos iban a misa (con perdón). He aquí la madre del cordero, o, por mejor decir, de El hombre que fue Jueves (1908), novela que deja a los pies de los caballos la Weltanschauung de los recién citados y ensalza por contra el heroísmo humanista de un grupo de polis que se adentra en las tinieblas de la sociedad en busca del jefe de una panda de iluminados:

En un cuento detectivesco ordinario, el investigador descubre que un individuo de amable aspecto, que contribuye a todas las obras de beneficencia y que ama a los animales, asesinó a su abuela o es trígamo. Creí que sería divertido hacer que el despojamiento de máscaras amenazadoras descubriese benevolencia.

Se asociaba con esta idea meramente fantástica la de que realmente se puede descubrir mucho bien en los sitios más improbables, y que los que estamos luchando unos con otros quizá luchemos todos por la buena causa.

Su definitivo compromiso con la Iglesia de Roma no se produjo hasta 1922, pero, paradójicamente, su obra de asunto religioso más importante, Ortodoxia, es de fecha muy anterior: 1908, al igual que La esfera y la cruz (1910) y Lepanto (1911), probablemente su mejor composición poética. Ya en plena militancia católica dará a la imprenta dos biografías: San Francisco de Asís (1923) y Santo Tomás de Aquino (1933), y ensayos como La Iglesia Católica y la conversión (1927), Ubi Ecclesia (1929) o La resurrección de Roma (1930).

Gilbert Keith Chesterton murió, como ya se ha dicho, el 14 de junio de 1936. Con las botas puestas: durante ese año se publicaron cuatro obras suyas: Las paradojas de Mr. PondAutobiografía (de la que he tirado a la chita callando para componer este retrato), Como iba diciendo y Una antología de GK Chesterton.

Uno de sus amigos dejó testimonio escrito del día en que lo enterraron:

Sigo el féretro con los restos mortales de mi capitán. Atravieso con él las tortuosas calles de la pequeña localidad [Beaconsfield, al oeste de Londres]. Estamos dando un rodeo, porque la policía se ha empeñado en que Gilbert tiene que realizar su último viaje pasando por las casas de aquellos que le conocieron y que más le quisieron. Y allí estaban todos, abarrotando las calles (…) Como dice Edward MacDonald, era el señor del distrito y nunca lo supo.

A buen seguro que GK, cuando hubo de entregar el equipo, hizo lo que en estos versos predijo:

Jamás se ha reído nadie en la vida / como yo me reiré en la muerte.

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